Aquél Lunes de vuelta al Colegio

La vida no se detiene ante nadie

Nunca olvidaré el lunes en el que volví al Colegio después del fallecimiento de mi padre.

El viernes anterior, pasé brevemente por clase a recoger algunas cosas, y todos mis compañeros ya estaban al tanto de la noticia. Ese día, todo fueron palabras de ánimo y abrazos, incluso de aquellos con los que estaba enfadado en ese momento.

El fin de semana lo pasé en casa de mi tía en una especie de limbo, y el lunes regresé al colegio para retomar las clases.

A mis 12 años, no sabía muy bien qué esperar de la vuelta a la rutina. Aún no tenía experiencia con las grandes tragedias de la vida, y para mí era demasiado pronto para asimilar todo lo que sucedía dentro y fuera de mi casa.

Lo que seguro que no esperaba es lo que me encontré: absoluta normalidad.

Mis compañeros y profesores me trataban como si nada hubiera sucedido. Las horas de clase transcurrían una tras otra, sumiéndome en el mismo día a día que la última vez que había pisado el colegio.

¿Cómo es posible que la vida siga para todo el mundo cuando la mía se paró el 7 de abril?

Es lo único en lo que lograba pensar, aunque la verdad es que nunca se lo dije a nadie hasta muchos años después.

Por supuesto que no culpo a nadie, ni a mis compañeros ni a mis profesores que bastante hicieron por hacerme sentir “normal”.

De hecho, me ayudaron a comprender una valiosa lección: la vida continúa y no se detiene ante nada ni nadie.

Episodios similares a este se han ido sucediendo a lo largo de los años, en algunos he sido yo el protagonista y en otros el espectador.

Yo tampoco he sido inmune a las preocupaciones del día a día, que a veces me han hecho olvidar las de quienes me rodean.

En esos momentos, me avergüenzo al pensar que hace semanas que no pregunto a un amigo por la enfermedad de su madre, o a otro por los problemas laborales de su mujer.

Cuando me sucede algo así, inevitablemente recuerdo a aquel niño de 12 años que no entendía por qué la vida seguía avanzando para los demás, y por qué ya no le preguntaban cómo se sentía.

No hay necesidad de castigarse en exceso, ya que ni se trata de desinterés ni de desidia, sino más bien de algo normal que nos sucede a todos y que hasta cierto punto es comprensible.

Lo que no impide que podamos ser todos un poco más sensibles y sobre todo, un poco más atentos con las personas que más queremos.

A veces, una simple llamada para preguntar cómo estás puede ser todo lo que se necesita para aliviar un sufrimiento que no tiene cura.

Te leo.

Iñaki Arcocha