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El email que nunca debí enviar
Y otros errores que se comenten enfadado
¿Has sentido alguna vez esa sensación en el fondo de tu estómago, cuando intuyes que algo no va bien pero no puedes precisar por qué? La primera vez que experimenté ese sentimiento en el trabajo fue hace muchos años, tras una acalorada discusión con un compañero de otro departamento.
En el mundo bancario, las discusiones entre los equipos comerciales, centrados en el negocio, y las áreas de control, encargadas de gestionar los riesgos, son comunes. Su preocupación abarca todos los riesgos, incluso los improbables, los extremadamente improbables y los imaginarios.
La situación evolucionó de la siguiente manera: estaba recibiendo respuestas formales pero bruscas por correo electrónico. A medida que la correspondencia continuaba, mi frustración crecía gradualmente, como el vapor acumulándose en una olla a presión, hasta que finalmente opté por responderles con lo que imaginaba ser una lección magistral sobre sus procedimientos, maneras y comprensión del negocio. Sin entrar en detalles, puedo decir que mis compañeros me miraban alucinados mientras escribía frenéticamente y murmuraba con cara de loco.
En el instante posterior a presionar el botón "enviar", en lugar de sentir alivio o triunfo como esperaba, experimenté todo lo contrario. Casi de inmediato, me inundaron las posibles consecuencias de las “bonitas” palabras que le había dedicado a un compañero, que en el fondo, sólo estaba haciendo su trabajo.
La llamada de mi jefe no se hizo esperar y, aunque la conversación fue mayormente unidireccional, tuve la suerte de que era un tipazo y tomó la situación más como una oportunidad para enseñarme que para reprenderme.
Recuerdo especialmente el momento en que intenté excusarme, argumentando que yo tenía razón en la discusión y que la manera de proceder del otro no era la mejor para el negocio. Mi jefe me miró de manera paternal y me dejó bastante claro que, por mucha razón que tuviera, la había perdido al mismo tiempo que mi educación en la redacción de ese correo electrónico. "Si tanta razón tienes, no necesitas escribir como un imbécil".
Toda la razón del mundo y lección aprendida.
La mejor decisión en esas circunstancias es darte tiempo, un día mejor que una hora, y leer después lo que has escrito como si fueras tú mismo el destinatario. En el 100% de los casos, verás que cambias gran parte del tono, aunque el contenido permanezca intacto.
De niños ya nos lo enseñaron en el colegio y en nuestra casa: en el momento que gritas, pierdes la discusión. Cuando gritas, cedes el control a tu ira, dejando que ésta hable por ti.
Lo mismo ocurre con las llamadas telefónicas en momentos de tensión, o, Dios no lo permita, las discusiones a través de WhatsApp. Aunque este medio es magnífico para diversas situaciones, no es ideal para mantener una discusión, ya que la inmediatez amplifica exponencialmente las probabilidades de perder el control.
Y no cometas el error de creer que puedes controlar tu ira. Por más mindfulness o cursos anti estrés que realices, la realidad es que la mayoría de nosotros solo podemos aspirar a reconocer cuando estamos enfadados y hacer el esfuerzo de no permitir que esa emoción nos domine por completo.
Mi truco personal consiste en abordar esos momentos en los que siento un nudo en el estómago, la mandíbula apretada y una avalancha de pensamientos negativos, como si fueran algo externo a mí. Lo comparo con tener un dolor de cabeza o una alergia: es una experiencia que estoy viviendo, pero no define quién soy. Del mismo modo que no tomo decisiones importantes cuando tengo migraña, sino que primero me tomo una aspirina, cuando me enfado, busco tranquilizarme antes de tomar acciones de las que seguramente me arrepentiré.
Las otras veces que solía arrepentirme sin posibilidad de solución eran los domingos al mediodía, después de salir con mis amigos durante la universidad. Pero esa es una historia para otro día.
Te leo.
Iñaki Arcocha