Indiferencia Liberadora

La Importancia de la Buena Educación

Desde que tengo uso de razón, veraneo en Marbella con mi madre y mis hermanas.

Hace 6 ó 7 años, una familia numerosa se mudó al apartamento de al lado.

Padres, hijos, nietos, tíos y primos, todos conviviendo en feliz armonía.

Los padres, unos señores encantadores y educados, nos saludan cada mañana desde el balcón o cuando nos cruzamos por el edificio.

Lo normal.

El caso es que una de las hijas y, especialmente, su marido, no me dirigen la palabra ni de casualidad.

Es increíble, sobre todo porque tenemos hijos de la misma edad, así que coincidimos con frecuencia en la piscina.

Incluso nos cruzamos en el gimnasio veraniego al que vamos los dos en las mismas horas.

Pues nada.

Él hace todo lo posible por evitarme, mirando hacia otro lado y sin pronunciar un simple “buenos días”.

Ni siquiera cuando coincidimos en el portal, esperando al ascensor que nos llevará al mismo piso, se digna a dirigirme la palabra.

Mirada fija en el teléfono o en alguna mancha en la pared y espera al siguiente ascensor.

¿La razón de que no me salude?

No tengo ni la menor idea.

No recuerdo haberle dicho o hecho nada que justifique su comportamiento.

De hecho, siempre he sido bastante simpático con sus hijos, y no hay nada que una más a los padres que la afición por sus niños.

Pero ni por esas.

Durante un tiempo, la situación llegó a preocuparme tanto que me quitaba el sueño.

A veces pensaba en ir a preguntarle directamente, pero al ver su cara de desdén absoluto, se me pasaba.

Me encantaría decir que soy inmune a lo que piensen los demás de mí, pero la verdad es que me afecta, y en ocasiones, incluso me molesta.

Sí, también me importa lo que piensen de mí personas a las que ni siquiera conozco.

Desde pequeño me han molestado las cosas que no entiendo, y esta es una de ellas.

Por suerte, llegado cierto momento me empezó a dar igual.

Y, esa indiferencia, me liberó.

Ahora, cuando le veo cada verano, sólo me pregunto cuánto girará el cuello para evitar mirarme a la cara.

Incluso me divierte la idea de encontrármelo a propósito, sólo para comprobar qué nueva contorsión hará para no saludarme.

Una pequeña e inocente venganza.

Lo que tengo clarísimo es que la mala educación es imperdonable.

Esa es la conclusión a la que llegué y que me permitió pasar página.

No sé qué hice o qué cree que hice para no saludarme, pero, fuera lo que fuera, ya no tiene sentido pasados 6, 7 u 8 años.

Ser amables, educados e incluso simpáticos debería ser un imperativo moral para todos.

El resto del mundo no tiene la culpa de nuestros problemas, nuestras neuras o nuestros malos días.

Por eso me esfuerzo tanto en que mis hijos siempre digan “gracias” y pidan todo “por favor”.

Tanto a familiares como, sobre todo, a desconocidos.

Odiaría que algún día se convirtieran en vecinos maleducados que no son capaces de dar los buenos días.

Te leo.

Iñaki Arcocha

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