La felicidad que nunca llega

Porque la buscamos en el lugar equivocado

El final de mi primera etapa en Suiza se produjo cuando mi cliente más importante me ofreció la oportunidad de dirigir un banco que tenía en Curazao, una isla caribeña enfrente de Venezuela.

Llevaba casi 4 años en Ginebra, la ciudad no me encantaba precisamente, y después de haber sobrevivido a los peores años de la crisis bancaria internacional de 2009, el nuevo proyecto me parecía un regalo del cielo.

Mis hijos aún no habían nacido y no tenía ninguna hipoteca que pagar, por lo que viajar al otro lado del mundo, a una isla en la que no había estado ni de vacaciones, me parecía una aventura apasionante.

No solo eso, sino que lo consideraba como el culmen de mi carrera profesional y el trabajo en el que finalmente sería realmente feliz. De todos mis trabajos anteriores me había cansado muy pronto, por lo que mi curriculum tenía más saltos que un tiovivo.

En ese momento, ya estaba en el punto de no retorno de odiar cada minuto en la oficina, por lo que creía, o mejor dicho, quería creer que este nuevo proyecto sería la solución definitiva a mi eterna insatisfacción.

A mis 34 años, era así de ingenuo y creía que lograr ser el Presidente de un banco, aunque fuera más una banqueta que un banco, suponía un colofón increíble para mi aún más increíblemente corta carrera profesional.

Por supuesto, no lo fue, y de hecho, sufrí los dos peores años de mi vida laboral por diversas razones que no vienen al caso.

Esperar que la felicidad llegue por completo al alcanzar una meta es un error en el que todos caemos con bastante frecuencia. Creemos que el día que terminemos la universidad seremos felices porque se acaba el estudiar, que nuestro primer coche nos colmará de alegría o que las llaves de nuestra casa nueva serán la promesa de una felicidad eterna.

La realidad es que esos momentos nos proporcionan una alegría mucho más efímera de lo que creíamos y simplemente nos llevan a pensar en el siguiente objetivo que estará unos kilómetros más adelante.

Y es normal que sea así porque la vida no es un videojuego en el que llegas al malo final, lo matas y disfrutas de la cinemática final.

En la vida real, no hay un capítulo final. O bien pensado, sí que lo hay, y es una lástima llegar a él arrepentido de no haber disfrutado más del camino.

Nos pasamos demasiado tiempo esperando a ser felices en lugar de serlo.

¿Cómo podemos disfrutar de un logro si hemos odiado todo el proceso para alcanzarlo? Es un negocio ruinoso en el que sufrimos durante años para que cuando llegue el momento final, disfrutar mucho menos y durante mucho menos tiempo de lo que esperábamos.

De postre, nos torturamos inmediatamente con el siguiente objetivo, convencidos de que esta vez sí que sí, nos dará la felicidad que tanto ansiamos.

Este año cumplo 45 años y pienso que ya he dado la vuelta al jamón, que probablemente me queda menos que más.

No lo veo como algo triste sino todo lo contrario, lo mejor está por venir y pienso disfrutarlo tanto como me sea posible.

Para empezar, voy a hacer algo que nunca he hecho antes: celebrar mi cumpleaños por todo lo alto.

Sin duda, que ese día pasará volando, pero la emoción de reunir a todas las personas importantes en mi vida y ser agradecido con ellas, lo disfrutaré antes, lo viviré durante y lo recordaré después.

Estáis todos invitados. En la capital del mundo, Bilbao, el 18 de mayo.

Te leo.

Iñaki Arcocha