El Fruto Prohibido

Nadie pagará el precio

Un árbol crece siempre en dos direcciones.

Hacia arriba, seguro.

Pero también hacia abajo.

De hecho, ambas partes se parecen enormemente.

El sistema de raíces tiene una complejidad y tamaño muy similares al de las ramas.

Son las dos caras de la misma moneda.

Aunque con naturalezas opuestas: gravitrópica y fototrópica.

Es decir, crece hacia la gravedad… pero también en busca de la luz.

Cuando entierras una semilla, lo primero que hace no es subir, sino bajar.

Alejándose de la luz para construir los cimientos que un día le permitirán emerger.

Ahí abajo se enfrenta a la oscuridad, la humedad y la resistencia del suelo.

Crear raíces no es ni fácil ni agradable.

Todo va en su contra.

Y aún así lo hace.

Para que, llegado el momento, pueda crecer hacia arriba sin quebrarse.

¿Cuántas veces has mirado un árbol en tu vida?

¿Y cuántas te has detenido a pensar en este proceso?

Supongo que nunca.

Yo tampoco.

Hasta que entendí que nosotros también crecemos así.

Es ese trabajo silencioso, incómodo, casi siempre invisible…el que te permite prosperar después.

Sin esa fase previa de lucha y oscuridad, nunca serás capaz de levantarte hacia la luz.

Todo el mundo aplaude al que triunfa.

Todo el mundo saludo al campeón.

Todos quieren el resultado.

Celebrar en la meta.

Pero nadie quiere recorrer el camino.

Nadie quiere saber lo que costó.

Tu viaje por la oscuridad.

Las interminables horas de trabajo.

Las dudas.

Los miedos.

La maldita incertidumbre.

Sin raíces, no hay frutos.

Y sin esfuerzo, no hay raíces.

Te envidiarán por el resultado final.

Dirán que tuviste suerte.

Contactos.

Ayuda.

Ventajas.

Injusticia.

Y tú sonreirás.

Porque sabes la verdad.

Sabes lo que tuviste que pasar para llegar a donde estás.

Así que, mientras sonríes, disfrutarás de uno de esos frutos que tanto sudaste.

Y lo harás con la calma de quien lo ha dado todo.

Saboreando el placer del deber cumplido.

Del trabajo duro que precede al éxito.

Ese, que tú sabes que es sólo tuyo.

Te leo.

Iñaki Arcocha

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