No Trates de Encajar

El Precio No Merece la Pena

Quentin Tarantino es, sin duda, uno de mis directores favoritos de todos los tiempos.

Reconozco que su estilo es único y no le gusta a todo el mundo.

A veces no me gusta ni a mí.

En algunas de sus películas he necesitado hasta dos o tres visionados para disfrutarlas plenamente.

Sí, te miro a ti, Los Odiosos Ocho.

Otras veces es amor a primera vista como con Kill Bill, Jackie Brown y, por supuesto, Pulp Fiction.

¿No te gusta Pulp Fiction?

Que te acuestes.

Hoy en día, es fácil reconocer a Tarantino como uno de los grandes enfant terribles de Hollywood, capaz de moverse con total libertad por la industria.

Y disfrutar de dar rienda suelta a sus excentricidades.

Que las tiene y muchas.

Pero no siempre fue así.

Hubo un tiempo en el que era tan sólo un joven y desconocido guionista, esperando una oportunidad para demostrar su talento.

Esta oportunidad llegó temprano en su carrera, con la posibilidad de ver uno de sus primeros guiones adaptados a la gran pantalla y, además, de la mano de un director consagrado: Tony Scott.

Era el “hermano malo” de los Scott, pero Ridley estaba muy ocupado dirigiendo la desastrosa 1492: La Conquista del Paraíso.

Pero esa es una historia para otro día.

El guión de Tarantino no era otro que el de True Romance (Amor a quemarropa) que supondría su primer gran éxito de crítica y público.

Tony Scott se enamoró inmediatamente de esa mezcla única de romance, violencia y humor oscuro que terminaría siendo la seña de identidad de Tarantino.

Pero había un problema.

Scott odiaba con toda su alma el final de la película.

En lugar del desenlace cruel del original, el director quería un final feliz para los principales protagonistas.

Tarantino dijo que no.

Con dos….

Ponte en su situación por un momento.

Un guionista imberbe, totalmente desconocido, le dice que no a un director consagrado y que ya había hecho historia del cine con Top Gun.

Aquella decisión podría haber terminado con su carrera antes de que ni siquiera comenzara.

Lo que pasaba es que Tarantino tenía algo que escaseaba entonces y escasea ahora: principios inquebrantables.

Para él, triunfar sin ser fiel a su visión artística no tenía sentido.

Eso no sería un triunfo en absoluto, sino un soberano fracaso.

Su pasión no era hacer películas de cine, sino hacer SUS películas de cine.

Sus ideas, sus emociones, sus historias, plasmadas en la pantalla de la manera en que él entendía que debían contarse.

No había precio para su integridad.

Al final, Scott, quizás sorprendido por la inalterable convicción de Tarantino, decidió respetar su decisión y mantuvo el final original.

¿Cuántas veces nos enfrentamos a decisiones así a lo largo de la vida?

A elegir entre hacer lo que sabemos que es correcto o lo que nos simplifica mucho la vida pero sabemos que no está bien.

Es tan fácil dejarte llevar por lo que otros esperan de ti, hacer lo que hace todo el mundo y abandonar tus convicciones para dejarte arrastrar por la marea.

Qué sencillo resulta traicionar tus ideales.

Sin embargo, cada vez que cedemos ante esa tentación, poco a poco, dejamos de ser nosotros mismos.

Defender tus convicciones es duro, requiere mucho esfuerzo y nos pone en situaciones incómodas.

Comprometer tus valores es, por el contrario, fácil, está bien visto y te permite pasar página como si nada.

Hasta que un día, te despiertas, te miras en el espejo y ya no reconoces a la persona que te devuelve la mirada.

Nadie va a respetarte si primero no te respetas tú a ti mismo.

Uno es quién es.

Tanto si cedes a la tentación de cambiar para ser aceptado como si te mantienes firme en tu sitio.

Mi aita siempre me decía que caminara con la cabeza erguida, y no veo mejor manera de hacerlo que siendo fiel a mí mismo.

No trates de encajar.

Sé el ejemplo que todos quieren seguir.

Te leo.

Iñaki Arcocha

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