Poder y Soberbia

Combinaciones Letales

La semana pasada tuve una de las reuniones más desagradables de toda mi carrera profesional.

Y mira que las he tenido feas, pero como esta, pocas.

No voy a entrar en detalles que no interesan a nadie, pero basta decir que se trataba de una operación importante en la que llevo trabajando más de un año, sin poder avanzar.

Después de sortear todos los obstáculos habidos y por haber, me encontré con un enemigo formidable y prácticamente imbatible: el orgullo humano.

Un viejo conocido, con el que, tristemente, estoy muy familiarizado.

En más de una ocasión, he sido yo el que ha caído en ese mal que, sin ser uno de los pecados capitales, se le parece demasiado.

Es terriblemente frustrante cuando tienes que debatir sobre un tema técnico con alguien que reúne dos cualidades explosivas: poco conocimiento sobre la materia y una enorme capacidad de decisión.

¿Cuántos proyectos e ideas maravillosas se han quedado en el tintero por la decisión arbitraria de una única persona?

Cientos de miles.

No hay combinación más letal en el mundo que la de desconocimiento + poder.

Y si a esa fórmula le añades la soberbia (esta sí, un pecado capital que nace de la arrogancia), entonces puedes darte por muerto.

De ahí, no vas a salir.

A los cinco minutos de la reunión supe que no íbamos a avanzar.

Y por si me quedaba alguna duda, cuando escuché la mítica frase: “En mi voluntad está ayudar en todo lo posible”, comprendí que no había nada que hacer.

No ha sucedido jamás en la historia de la Humanidad que alguien cambie de opinión después de soltar esa frase.

Nunca.

Never.

Ever.

Es como decir:

“Te queda muy bien el vestido PERO….” Traducción: Es horroroso.

“Me encantaría ayudarte, lo que pasa…” Traducción: Se helará el infierno antes de que mueva un dedo por ti.

“Veo tu punto de vista, sin embargo…” Traducción: No sabes de lo que hablas y me estás haciendo perder el tiempo.

Pues lo mismo.

Porque, al final, todo se reduce a una única cosa: a tener la humildad de reconocer que te has equivocado o, al menos, dar a un paso al lado cuando no tienes la competencia para decidir sobre un tema.

El ego humano es así.

Siempre lucha en contra de lo que le genera malestar.

Y pocas cosas nos hacen sentirnos más incómodos que admitir que nos hemos equivocado.

Nuestra piel enrojece, la tensión sube y nuestros cincos sentidos se ponen en alerta máxima.

El cerebro entra en modo “Escape de Alcatraz”, buscando una salida, una excusa, cualquier razón que nos permita mantenernos en nuestros trece.

Y cuando no hay otra solución, invocamos la razón universal: “Por mis……”.

Esa nunca falla.

Voy a confesarte que se me salió un poco la cadena durante la reunión.

Lo veía venir, y ya iba predispuesto a dar y pulir cera.

Pero eso también está mal.

Es otra forma de soberbia, cuando, para demostrar que tienes razón, ridiculizas a la otra parte.

¿Para qué?

No soluciona nada.

Y en última instancia, si había alguna mínima posibilidad de reconducir la situación, la dinamitas.

Hubiera sido mucho mejor dejar clara mi postura, señalar lo absurdo de la decisión y dejarle como recuerdo mi sonrisa de oreja a oreja.

Después de todo, no tiene sentido perder un día más enfadado por lo que ya no puedo cambiar.

No lo merece.

Y yo tampoco.

Te leo.

Iñaki Arcocha

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