Si Saltas el Muro....

....ya sabes lo que toca

Hace una semanas estuvimos de vacaciones en Sri Lanka.

Un país maravilloso con una diversidad enorme de paisajes: jungla, selva, playa…. todos en perfecta armonía.

El problema es que, al haber estado antes en la India, nos resultó un poco….descafeinado.

Si tienes pensado visitar ambos países, te recomiendo hacerlo al revés: primero Sri Lanka y luego la India.

Si la India te parece “demasiado” pero quieres conocer algo similar, Sri Lanka no te defraudará.

Nuestra última parada, Galle, fue lo mejor con mucha diferencia.

Una ciudad portuaria con una muralla militar que bordea toda la costa, dándole forma y sentido a su historia.

Dentro de la ciudadela, los restaurantes se amontonan unos a otros, y es fácil encontrar jardines escondidos para tomar un café, una copa o cenar bajo un manto de estrellas.

Los atardeceres en el Fuerte de Galle son de los que cortan la respiración.

Nada más llegar, fuimos a pasear por la ciudad y nos adentramos en un parque cercano muy recomendado.

Al no encontrar la salida, optamos por hacer una clásica “turistada”: saltar el muro que separa el parque de la calle.

Solucionado.

O no.

Nada más aterrizar en la acera, un guardia de seguridad de paisano nos detuvo con un súper tranquilizador y reconfortante:

“That is a legal offense in this country”.

Eso que habéis hecho es un delito en este país.

Uyyyyy…. qué frescor más rico me baja por la espalda.

Al entrar en el país, mientras esperas en inmigración, hay un precioso cartel que te lo deja clarísimo:

Introducir drogas ilegales en el país está penado con la muerte.

Gracias.

Así que la cara de pocos amigos del guardia y su amenaza velada nos ponían en una tesitura curiosa.

Podríamos haber protestado diciendo que no había señales claras, que la salida principal estaba en obras o cualquier otra excusa barata.

La cagada habría sido aún mayor.

En lugar de eso, optamos por lo que siempre te hará libre: decir la verdad.

Y más importante aún, pedir perdón.

Le explicamos que no encontramos la salida y que no nos parecía grave saltar el muro para llegar a la calle.

Sobre todo, le dejamos claro que sentíamos mucho haber hecho algo incorrecto.

El cambió de actitud fue instantáneo.

Comprobó que habíamos comprado la entrada, nos dio las buenas tardes y nos dejó marchar en menos de cinco minutos.

Con una sonrisa, además.

Estoy seguro de que tienes algún amigo al que le cuesta reconocer un error.

Uno de esos que cuando se equivocan y les pillas se ponen creativos.

Se atan cordones inexistentes, recuerdan que el perro que no tienen están sin salir a la calle, o reciben llamadas con el teléfono apagado.

Un clásico.

En las pocas ocasiones que no les queda más remedio y tienen que disculparse, el espectáculo es maravilloso.

Muelas a punto de quebrarse bajo la presión, venas palpitantes en el cuello y manos en forma de garras capaces de hacer polvo de torrezno.

Enternecedor.

Uno de mis mejores amigos se ajusta a la perfección a ese retrato robot.

La última vez que se disculpó, allá por la guerra de Corea, nos pilló tan con la guardia baja que no lo podíamos creer.

“¿Seguro que lo ha dicho?”

“No lo he oído bien”

“Si nadie lo ha grabado, ¿cuenta de verdad?”

“Yo creo que está enfermo”

Aquel día hubo un eclipse lunar y nunca más volvimos a saber de él.

Por favor, no seas así.

Cultiva las disculpas y, cuando lo hagas, que sean sinceras.

Pedir perdón requiere hacerlo de la misma manera en la que cometiste la ofensa.

Mirando a los ojos, con honestidad y con la firme intención de no volver a hacerlo.

Luego, todos somos humanos y la noche nos confunde.

Pero, al menos en ese momento, tienes que sentirlo de verdad.

Eso te hará una mejor persona y un mejor ejemplo para los demás.

O al menos, será más fácil que cuando cometas un error, los que te quieran sepan dejarlo pasar.

Créeme, sé de lo que hablo….

He tenido que hacerlo tantas veces que estoy pensando en comprarme un reclinatorio portátil.

Reconocer un error y pedir perdón no te hace débil, sino fuerte.

Y, más importante aún, te hace humano.

A veces, eso es todo lo que necesitas para cambiar el final de la historia.

Te leo.

Iñaki Arcocha

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